sábado, 23 de junio de 2007

Dieciseis

Don Manuel tenía que contener a mi hermano en su celo y en su inexperiencia de neófito. Y como supiese que este andaba predicando contra ciertas supersticiones populares, hubo de decirle:

-¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a no que no crean nada. Eso de que el que cree demasiado acaba por no creer nada, es cosa de protestantes. No protestemos. La protesta mata el contento.

Una noche de plenilunio -me contaba también mi hermano- volvían a la aldea por la orilla del lago, a cuya sobrehaz rizaba entonces la brisa montañesa y en el rizo cabrilleaban las razas de la luna llena, y Don Manuel le dijo a Lázaro:

-¡Mira, el agua está rezando la letanía y ahora dice: ¡anua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo, ruega por nosotros!

Y cayeron temblando de sus pestañas a la yerba del suelo dos huideras lágrimas en que también, como en rocío, se bañó temblorosa la lumbre de la luna llena.

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