sábado, 23 de junio de 2007

Once

Por entonces enfermó de muerte y se nos murió nuestra madre, y en sus últimos días todo su hipo era que Don Manuel convirtiese a Lázaro, a quien esperaba volver a ver un día en el cielo, en un rincón de las estrellas desde donde se viese el lago y la montaña de Valverde de Lucerna. Ella se iba ya, a ver a Dios.

-Usted no se va -le decía Don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque estos ni le vean ni le oigan.

-Pero yo, padre -dijo-, voy a ver a Dios.

-Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos nosotros en Él, y a Él en nosotros.

-Dios se lo pague -le dije.

-El contento con que tu madre se muera -me dijo- será su eterna vida. Y volviéndose a mi hermano Lázaro:

-Su cielo es seguir viéndote, y ahora es cuando hay que salvarla. Dile que rezarás por ella. -Pero...

-¿Pero...? Dile que rezarás por ella, a quien debes la vida, y sé que una vez que se lo prometas rezarás y sé que luego que reces...

Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojos en lágrimas, a nuestra madre, agonizante, le prometió solemnemente rezar por ella.

-Y yo en el cielo por ti, por vosotros -respondió mi madre, y besando el crucifijo y puestos sus ojos en los de Don Manuel, entregó su alma a Dios.

-«¡En tus manos encomiendo mi espíritu!» -rezó el santo varón.

No hay comentarios: